El sol paradisiaco no siempre estuvo presente en los cincuenta y ocho días en filipinas. Una nube se coló en las mochilas durante el primer mes y humedeció ligeramente las huellas del camino. Le otorgamos una oportunidad con la extensión del visado y al final, el sol nos regaló su presencia hasta el último día.
El agua no consiguió endulzar al elemento tierra que sostiene mi naturaleza, aunque disfruté tremendamente como testigo directo de la espectacular vida marina. En algunas travesías me aferré al Om Mani Padme Hum como cinturón de seguridad y pude dormir en las literas del barco mecida por las embestidas de las olas.
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La comida no fue fácil, me abracé a lo vegetariano para nutrir la escasez de proteína. Me aficioné a los Cacao Soy milk, los Calamansi Juice free sugar y los bukos (cocos). Las San Miguel han sido buenas y baratas compañeras de viaje. He probado el mangosteen, la sandia amarilla y el mango float. El pan dulce ha resultado difícil de digerir aunque las bakery shop fueron una gran tentación.
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La riqueza del país reside en la calidez y generosidad de los que habitan estas islas de vegetación exhuberante y monumentos naturales. Nada parece afectarles. Todo se reduce a una sonrisa. Los niños y niñas regresan a casa de la escuela sin padres que los recojan, sin prisas por ir a extraescolares y con la alegría reflejada en sus rostros. Aunque las zonas turísticas han contaminado los paisaje kársticos, inflado los precios y restringido la humildad de los locales.
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La mochila vuela algo más ligera y repleta de experiencias. Dos tobilleras, el agua de Malapascua y la tierra de Darocotan, a la búsqueda de una alianza. Un reencuentro con aquel proyecto de juventud que inspira a establecerse en algún lugar. La confirmación que el paraíso reside en el interior. Una nueva forma de comunicar, de amar, de movimiento, en definitiva, una nueva forma de ser. Es la magia de viajar.