Durante una semana los padres de la hospitalera vinieron a colaborar en las tareas del día a día y a refugiarse del sofocante calor del sur.
A la peluquera que encontré le brillaron los ojos cuando descubrió mi melena. Con cierta agilidad deshizo los nudos de pensamientos, diluyó la pesadez de las ideas y cortó de tajo con el apego a la que fui hace años.
El humo llegó antes del aviso sonoro en el móvil y los peregrinos despertaron con un destino incierto. Como una patata caliente las decisiones pasaban entre sus manos velozmente y tristemente comenzaron el camino de regreso a casa.
Un ciclista español dejó en la habitación dos cartones de leche vacíos, antes de iniciar el camino reconoció que sufría una severa adicción a la lactosa.
Esa tarde cambiamos las sandalias por las zapatillas y el Toyota rugió feliz por carreteras secundarias. Jugamos a elegir el camino a seguir.
El peregrino brasileño explicó que no quiso cargar a su hijo con el peso de llamarse Demosthenes, como hizo su padre con él y lo bautizó como Joan.
En un mismo día caí de culo dentro de una media bañera y tuve que pedir ayuda porque quedé encajada, cerré la puerta del armario con el pulgar izquierdo dentro y tropecé con una de las piedras de pizarra y ahora la uña de uno de los dedos del pie luce pintada de negro.
Una mañana un alemán aparcó la bici bajo mi sombra y mientras hacía el checkin le confesó a la hospitalera que no le gustaban los peregrinos. Volvía a casa tras dar una vuelta por el país.
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