Finalmente ayer delinquí un rato y pasé bochorno. Un bochorno que no está escrito y allá voy.
Salgo de casa y del pueblo cruzando la muralla por el Portal de la Banya, un arco de piedra donde antiguamente colgaban a los bandoleros para pudrirse ahí, balanceándose en el portal de escape hacia los campos. Y ya no, y es una pena. Así nadie escarmienta y la parroquia nos saltamos por ejemplo el confinamiento por el coronavirus sin temor a tan proporcionada condena. De coartada me llevé cuatro cartones y envases de vidrio para tirarlos en los contenedores de reciclaje ubicados donde parte la carretera de Igualada. Arrecia la primavera y veo el trigo o la cebada, que no sé, verde enfurecido por las hordas de coronainfectados subiendo a su segunda residencia en Semana Santa. Tras echar la basura no me lo pienso y doy un rodeo por el monte, a recolectar mi magufada favorita, el tomillo, ahora florecido, inconfundible. El peligro de este rodeo al confinamiento es que pasa enfrente de la casa del único guardia municipal que acecha y claro, me pilla de aromáticas hasta las cejas, y sin mascarilla.
En mi infancia pasaba todos los veranos y fines de semana aquí, luego transcurrieron 40 años en los que solo volví esporádicamente. En los 70s los llamados veraneantes nos relacionábamos poco con los lugareños por culpa de prejuicios mucho más dispares que las escasas diferencias culturales entre pueblerinos y veraneantes pixapins (dícese de meapinos), pero haberlas habíalas. Hurgando en mis primeros recuerdos, mi padre nos compró a los dos hermanos una bicicleta con sidecar. Ese verano fue la sensación entre las criaturas del pueblo, todos querían montar, y nosotros en plan influencer repartiendo sobrada condescendencia dejábamos montar hasta a algunos pueblerinos. Por un lado a los que nos caían bien, osea pocos. Y luego claro, a los abusones capaces de lanzarte el sidecar por la cabeza.
Cabrón, no vas a multarme pensé, que yo te presté la bici. De hecho yo no lo recordaba, me lo recordó él cuando hace unos meses volvimos a encontrarnos tantas décadas después. Esta vez quedamos charlando un buen rato, primero me contó sobre los urbanitas que recién había echado del pueblo por saltarse el confinamiento, luego me regaño por circular sin mascarilla y al final quedamos compartiendo magufadas de viejos, que si las sopas de tomillo para la garganta, que si la cola de caballo contra las infecciones urinarias, oli en un llum!, oli en un llum!.
Al llegar a casa mi profesora de meditación favorita me propuso aceptar el reto de sacarse y ponerse los pantalones sin manos. Yo le señalé el Portal de la Banya. Elijo gancho. Elijo las collejas del Paco, aunque manco hasta el codo por su única mano te dolía doble. No. No voy a sacarme los pantalones sin manos. Ni por supuesto voy a intentar ponérmelos sin manos.
4 minutos, 22 segundos. Superadlo.