Cada Febrero se hace patente en mi vida el ritmo del 3x4, el ritmo del carnaval, más fácil de sentir que de explicar. Sin embargo, es un mes antes cuando comienza el Concurso Oficial de Agrupaciones Carnavalescas en el Gran Teatro Falla dando el pistoletazo para disfrutar de chirigotas, comparsas, cuartetos y coros.
Han sido muchos años de entrenar el oído para comprender y sentir las letrillas. Siempre recordaré la chirigota Los Aleluyas del Sheriff en 1997 cuando se llevaron su primer premio. Y de ahí hasta hoy, demasiadas para elegir a unas pocas. Aunque desde la vuelta de Martínez-Ares, otro que se fue 13 años, con Los Cobardes me dejo mecer con sus acordes muy gratamente. A ver, quede claro que no vine a escribir sobre comparsas y demás sino para otra cosa. ¡Es tan fácil dejarse llevar por el pasado! Aquí el asunto en cuestión.
Haber participado del carnaval incluso asistiendo al Teatro abre una puerta al pasado por donde se cuelan atropelladamente todos los recuerdos de mi etapa oceanista... oceanista?, persona que encuentra la belleza en los detalles simples de la vida al lado del océano, caminar descalza por la arena, escuchar en silencio las olas, disfrutar de los colores del atardecer, y a la que no le importa tener un poco de arena en sus pantalones. O sea, yo.
Pasé muchas horas frente a la pantalla escuchando a las agrupaciones, haciendo colas virtuales para comprar entradas para el concurso, planificando vacaciones para ir el lunes de carnaval a Cádiz y escuchar los romanceros y las chirigotas callejeras por las esquinas. ¿Acaso hay mejor manera de conocer en profundidad este arte gaditano? Horas robadas al sueño, al trabajo, a la compañía de los otros, e invertidas en vida y disfrute oceanista.
Ahora bien, estos recuerdos se acompañan inevitablemente de otros no tan coloristas, trazos de una vida convencional, con poca visión de futuro y compromisos inexplicables. Llegan con un “tipo” digno de la Aguja de Oro, premio al mejor disfraz. Su único interés es abrazar mi cuerpo y arrastrarme a la nostalgia de aquella época.
Vente conmigo oceanista,
vente de vuelta a la caleta
donde la bola roja se apaga
Ni que decir tiene que es relativamente fácil sentir en el rostro al explosivo levante o a su compañero, el fresco poniente, respirar el salitre que dejan las olas en su ir y venir, saborear un cazón en adobo en la Plaza las Flores, un montadito de atún en Los Hermanos o unos chicharrones en Casa Manteca, refrescar el gaznate con una copa de Tierra Blanca, disfrutar de un atardecer en el Curro conversando descalzos sobre la arena, tumbarse sobre el agua y dejarse mecer al compás del bravo oleaje. Como en la película, vivir es fácil con los ojos cerrados, y más cuando los recuerdos te llevan de la mano. Los sigo devotamente y aprovecho para darme un baño con el compadreo de aquella época oceanista.
Ya voy llegando, al paraíso de la alegría
Regreso a tu lao, pues claro que si, vida mía
Y allí llegué, donde los atardeceres embriagan el alma viendo al sol acostarse en el océano que acuna las barcas de la caleta, allí donde los cartuchos de camarones vienen marcados por el sabor fresco y crujiente, y mientras paseo descalza por la playa una sensación desconocida invade mi cuerpo y mente, tic-tac, tic-tac, ya lo avisaba Tino Tovar en su comparsa, el inexorable paso del tiempo marca la diferencia y antes de emborracharme con el vino de la melancolía un grito desgarrador brota de mi interior en mitad de aquel macro espectáculo del pasado, la parálisis invade la escena y los recuerdos se descuartizan en fragmentos que la marea se lleva.
Abro los ojos a mi presente y entiendo que es aquí donde radica mi esencia. Tomo consciencia de que mi momento ahora, es este Atlántico frío del Norte y no ese cálido del Sur, el cual no deja de ser un ayer condimentado con trazos de un sueño cumplido y disfrutado. Me doy cuenta que los recuerdos en grandes dosis pueden ser altamente peligrosos, por lo que es recomendable leer el manual de instrucciones antes de tomar una dosis y que es tremendamente hermoso recordar épocas pasadas y disfrutar de lo vivido, sentido y compartido, para así nutrir el presente. Miro atrás y sonrío porque sé de dónde vengo, se dónde me encuentro y sé a dónde voy, aunque a veces me distraiga.
Y quizás la vida se trate de eso, de sonreír y seguir experimentando nuevos presentes.