Se hizo norma apagar el despertador antes que los pájaros arranquen a trinar. Al salir de la ducha las claras del día me dan la bienvenida entre los campos de arroz.
De las dos variantes del camino elijo la que me lleva por calles estrechas donde los balineses preparan las ofrendas a sus dioses en las puertas de casa. Flores, algo dulce, e incienso. El proceso de limpieza está por comenzar.
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Al subir las escaleras de la shala me sobrecoge el silencio y ocupo el único hueco libre, el centro de la primera fila. Resulta ser viernes de clase guiada. Hace mucho tiempo que no asisto a una y me embarga a partes iguales el miedo y la alegría. El profesor inicia la clase sin el mantra de apertura aunque se marca un speech en samasthiti. Al instante, los movimientos y respiraciones de dieciocho personas quedan sincronizadas por una cuenta en sánscrito.
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La mat absorbe las gotas de sudor lanzadas desde el primer saludo al sol. La ropa se pega al cuerpo como una segunda piel. En Navasana tiembla hasta el dedo pequeño del pie. El ajuste en Baddha konasana me lleva el mentón a tierra. En urdhva danurasana consigo empujar con las piernas y abrir el pecho mientras la respiración se enfurece. Las veinticinco respiraciones de sirsasana hacen que se tambale mi universo y en el pranayama va incluido una meditación guiada.
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Y al fin la ansiada Savasana, la asana donde sueltas, relajas, confías, y te rindes para que todo fluya según su curso, y no el propio. Y ahí me mantengo durante las veinticuatro horas siguientes. Una deliciosa savasana con la mente lúcida y plena, el cuerpo ligero, liviano, los brazos pesados, firmes. El tiempo se estiró como un chicle y emergió el disfrute de lo cotidiano. Piscina. Hamaca. Desayuno. Mini siesta. Libro. Lunch. Serie. Mini Siesta. Piscina. Paseo al atardecer. Ipa. Escribir. Dormir. Soñar.