La plaça major se llenó de charcos de agua tras la lluvia de las últimas horas. El cielo rugió con truenos y relámpagos que amortiguaron el calor que abrasa esta vila catalana.
En la última reunión de avis se rumoreó que el cambio climático se había instalado junto a los palomos en la casa abandonada arriba de Ca la feliza. Las fuentes de alrededor que antaño abastecían de agua a los lugareños se han rendido a los gases de efecto invernadero hasta secarse y los peces han solicitado asilo climático al ajuntament. Cada semana un camión cisterna acarrea miles de litros de agua para que se pueda abrir el grifo y hacer uso de ella indiscriminadamente, o no, quién sabe de puertas para dentro.
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A la plaça van llegando familias, pandillas de adolescentes, y turistas expectantes de que suenen las once campanadas. La inmensa mayoría ocultan su piel con ropas viejas, sombreros de paja y gafas de sol. Una niña de cincos años se baja del carro antes de que su padre llegue a destino y remangandose el vestido comienza a saltar en todos los charcos que encuentra en su camino. Sus pies descalzos rebosan carcajadas y la trenza anudada a un lazo rosa le golpea cariñosamente la cara. Ajena al resto del mundo su felicidad traspasa las fronteras de mi atemorizado corazón.
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De repente las luces se apagan y aparecen en escena una docena de diablos bailando a ritmo de tambores, portan unos palos que encadenan un sin fin de petardos que marcan una sinfonía ensordecedora. La niña de los charcos se calza unos auriculares verdes que encuentra abandonados. El olor a pólvora y el humo inundan el pueblo y los animales huyen despavoridos a la montaña. Miles de chispas son disparadas con la intención de quemar el mal y purificar el cuerpo. En mitad de la multitud asoma una camiseta con el mensaje de Save Raja Ampat. Sonrío tímidamente pensando que al menos alguien ha decidido salvar algo.