No salir a la hora prevista le generó cierto ruido mental que consiguió aplacar con las conversaciones ajenas en el bus de camino al inicio de la ruta. Eligió la ruta circular a sabiendas del gran desafío de la senda de los cazadores.
Al primer paso encontró un par de palos hechos a medida. Comenzó la subida por el terreno rocoso y resbaladizo, se propuso ser fiel a su ritmo y luchó por no dejarse llegar tras los pasos que le acechaban. A veces escuchaba sus pensamientos y otras observaba sus conversaciones internas. Dos horas después alcanzó el mirador donde se abrazó a un árbol y descansó en sus raíces.
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Después la ruta transcurrió por un estrecho sendero colgado de una pared vertical que haría tambalear las rodillas de cualquier elefante. Atravesó una arboleda de pinos, abetos y flores de alta montaña. Los rapaces marcaban en círculos la pizarra azul de un cielo totalmente despejado. Más adelante el bosque se volvió frondoso, los árboles se cubrieron de musgo, cruzó varios ríos caudalosos y se acomodó en una roca para llenarse de la quietud, el bienestar y el silencio que reinaba en el lugar. Un pitituerto se acomodó en su hombro confundiéndolo con la rama de un árbol y pequeños saltamontes jugaban al pilla pilla entre sus piernas.
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Los últimos kilómetros los recorrió frente a la cascada con forma de cola de caballo. A pocos metros de llegar cayó en un sueño profundo sobre la tierra. Al despertar una manada de caballos salvajes bebían agua de la cascada. Frotó sus ojos insistentemente para despertar del sueño y observó como una joven de tez morena y pelo enmarañado montaba de un salto a uno de los caballos. Se aferró a su pelo castaño y le susurró algo al oído. Pusieron rumbo hacia las llanuras de aguas tuertas mientras la joven tarareaba el estribillo de lo que podría ser una antigua canción, Dentro de ti habita un bosque.