Los rayos del sol aún calentaban la tierra que me apuntala cuando una de las magas encendió mi fuego sagrado.
Una docena de mujeres colaboraban para hacer la cama con los troncos grandes en la fogata y depositar una a una las veintiocho abuelas, las piedras volcánicas que traen la memoria antigua. Mientras mi fuego sagrado las calentaba crearon un altar y gozaron embarrando sus manos y dibujando el aullido de la tribu en sus mejillas. Esta ceremonia será muy especial, me dije mientras las observaba.
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Me arroparon con decenas de mantas y un hilo rojo recorrió mi cuerpo semi esférico quedando solo al descubierto mi angosta puerta orientada al este. La pluma del águila que coronaba el altar de piedras blancas bailaba al son de los tímidos cantos vertidos al fuego sagrado. Me lanzaban miradas inquietantes mientras yo ardía en deseos de abducirlas y comenzar la ceremonia. Una tras otra se arrodillaron para entrar a mi matriz donde las esperaba. Bienvenidas al útero de la Gran Madre Tierra, exhalé profundamente emocionada.
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La maga acarreó las siete primeras abuelas que se colocaron en el centro mientras cada una de las reunidas las marcaba con copal, una resina similar al incienso, depositando los rezos que emanaban de sus corazones. La maga atizó a las abuelas con agua y un baño de vapor las envolvió en una total oscuridad. El tambor y las sonajas chamánicas marcaban el ritmo acariciando sus almas. Abrí mi puerta de nuevo para recibir otras siete abuelas y los cánticos sonaron intensos, !la tierra es mi madre, la cuido. El sol es mi padre, lo amo!
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Tras recoger la tercera ronda de abuelas comencé a coser con esmero los rezos a la nueva piel que preparaba para ellas. Fluir por el río de la vida, cuidarme como cuido a mi hija, reconocer el poder interno, esto no va de mi sino de nosotras, yo las escuchaba y zurcía. La maga entregó las últimas siete abuelas cuando las mujeres ya borboteaban de sudor. Les ofrecí la tierra fresca donde se desprendieron de su piel caducada. Conforme salían de mi vientre las vestí con su nueva piel y juntas alrededor del fuego sagrado se reconocieron como mujeres renacidas.