Empaqué una bolsa con cuatro bragas, un pantalón de trekking, el forro polar, el bikini, dos libretas y un libro. Huyendo de la ausencia de calor de unos muros de piedra que jamás fueron calentados en invierno alcancé la arena de la playa grande.
La nevera llegó cargada de queso, seitán, dos tuppers congelados, una botella de aceite, media bolsa de granola y una docena de cookies. La manta de picnic y el chubasquero se colaron en el último minuto. Nada más llegar el sol adquirió el protagonismo y saludarle cada día se convirtió en rutina fácil. También los almuerzos bajo sus rayos.
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Hace años que mi corazón brincaba con cada embestida del Atlántico otorgando una falsa sensación de más vida a la vida. Ahora que la quietud se convirtió en un arte gozo de las olas suaves, amables y tranquilas del Mediterráneo y me entrego a este discreto oleaje con el corazón abierto. Descubrí que aquí llegué para sostener los miedos que afloran ante la nueva etapa que está por arrancar. Los observo al inhalar, y los expreso al exhalar. Con la inhalación los suavizo y los coloco con la exhalación. Todo tiene su sitio en el mundo, hasta los miedos. Acabo por verlos nacer y morir en el transcurso del ir y venir de las olas de este mar en calma.
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Cuando algunas veces no lo consigo abro el armario de la habitación y me coloco el traje de astronauta que alguien me regaló y me lanzo al vacío. Me alejo de la playa, de la casa, de la ciudad, del país, del continente y comienzo a visualizar el planeta que conforma a la madre tierra. Con cada inhalación voy creciendo y con cada exhalación ocupo el espacio que me pertenece. Me quedo flotando en la inmensidad del cosmos, ligera como una pluma, observando el latido universal que nos une a todos los seres sintientes. El silencio lo inunda todo y en esta nada es donde contemplo el brillo de mi ser en todo su esplendor.