En nuestro primer viaje juntas celebramos sus treinta años de vida sobre cuatro ruedas. La recogimos en Valencia y bajamos al mar de olivos para hacerle una puesta a punto que la sanó por dentro y por fuera.
Hizo amistad con Ganesha en las primeras curvas y fuimos bendecidos para rodar por caminos libres de obstáculos. Mi madre cosió fundas blanquinegras para balancear el mecanismo del ying y del yang. Mi padre dibujó mandalas exóticos para sostener la energía del Om que radiaba en cada voluta del incienso prendido.
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En las primeras semanas de convivencia recibimos una docena de golpes inesperados al incorporarnos de la cama. Nos quedamos sin gas en mitad del almuerzo, sin agua para lavar platos y ducharnos y sin luz en mitad de una noche tormentosa. Superada la fase de adaptación llegaron las noches de sueño bajo el mar de estrellas, los atardeceres épicos en playas desiertas, los desayunos con vistas al horizonte, la libertad de elegir donde dormir, la práctica descalza sobre la madre tierra.
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La floki no estaba en nuestros planes y se convirtió en una excelente guía para alcanzar los siguientes. Bordeamos la península ibérica en verano sin aire acondicionado. Trabó amistad con un zorro y lo cobijó un par de noches. Trotó por los picos de Europa mostrando una fortaleza inaudita. Nos llevó al albergue ecológico el beso para firmar un año de experiencias. Alcanzó Fisterra y soñó con saltar al océano. Un policía del alentejo portugués le sacó los colores y huyó despavorida a un camping. En el cabo de san Vicente se amarró fuerte para disfrutar el sunset y no salir volando.
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En otoño cruzó los Pirineos de este a oeste con algún que otro achaque de por medio. A la entrada del camino de Santiago su corazón dejó de latir. Se apagó. Decidió refugiarse en el mar de olivos buscando las respuestas a preguntas aún sin formular. Después de casi cinco meses encontró su nuevo rumbo. Acoger la motivación y el ímpetu de un treintañero gallego que le ha prometido llevarla a surfear cada día. De camino a su nuevo hogar pasó a despedirse y a suavizar mi desazón, solo tienes que recordar, susurró en nuestro último abrazo.