De los geranios de la puerta de entrada están brotando flores rojas y blancas que dan la bienvenida al otoño. Se han instalado entre sus hojas un par de mantis religiosa, una grande y verde, y otra color paja, más pequeña.
Les encanta jugar al escondite y encaramarse en el picaporte de Ganesha, así al abrir la puerta siempre saludan. Cuando trato de encontrarlas siento que el tiempo se desacelera, la minuciosidad de sus pequeños y rápidos movimientos me abducen y dejan de existir los segundos, los minutos, las horas.
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Una señora coreana con los labios pintados de fucsia a las siete y media de la mañana me sonrió diciendo que mi trabajo le parecía fácil y poco. Como lo dijo en el español que aprendió leyendo un libro pensé que no se expresó con corrección. Quise decirle que nunca es poco cuando se entrega el tiempo a los demás. Que ese tiempo contabilizado en horas se resta de la vida que vivimos. Como trato de cuidar mi vida salvando esas horas que invierto en los demás, le devolví la sonrisa acompañada de un buen camino.
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Me siento a desayunar rozando el amanecer frente al peregrino de piedra y le ofrezco mi tiempo a una bandada de pájaros que se reúnen en el tejado de la pequeña capilla. Mantienen conversaciones enérgicas que me recuerdan a los debates de los monjes tibetanos. Quiero entender que dialogan sobre lo local y lo mundial, además de reunirse para celebrar la salida del sol y disfrutar del espectáculo que conforma este momento único del día.
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En estos días tan revueltos en lo micro y en lo macro, en lo cercano y en lo lejano, respiro más lento y profundo, y tras abrir los ojos a horas mágicas en la madrugada recojo con ternura lo que la vigilia me trae. Recordé que al sincronizar la respiración con el corazón se inicia un proceso de curación emocional que nutre el alma. Ojalá el campo electromagnético de los corazones bondadosos y compasivos llegaran más allá de los cuatros metros de lo que se extienden alrededor del cuerpo. Solo deseo que les llegue, solo deseo que lo sientan.
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Una señora coreana con los labios pintados de fucsia a las siete y media de la mañana me sonrió diciendo que mi trabajo le parecía fácil y poco. Como lo dijo en el español que aprendió leyendo un libro pensé que no se expresó con corrección. Quise decirle que nunca es poco cuando se entrega el tiempo a los demás. Que ese tiempo contabilizado en horas se resta de la vida que vivimos. Como trato de cuidar mi vida salvando esas horas que invierto en los demás, le devolví la sonrisa acompañada de un buen camino.
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Me siento a desayunar rozando el amanecer frente al peregrino de piedra y le ofrezco mi tiempo a una bandada de pájaros que se reúnen en el tejado de la pequeña capilla. Mantienen conversaciones enérgicas que me recuerdan a los debates de los monjes tibetanos. Quiero entender que dialogan sobre lo local y lo mundial, además de reunirse para celebrar la salida del sol y disfrutar del espectáculo que conforma este momento único del día.
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En estos días tan revueltos en lo micro y en lo macro, en lo cercano y en lo lejano, respiro más lento y profundo, y tras abrir los ojos a horas mágicas en la madrugada recojo con ternura lo que la vigilia me trae. Recordé que al sincronizar la respiración con el corazón se inicia un proceso de curación emocional que nutre el alma. Ojalá el campo electromagnético de los corazones bondadosos y compasivos llegaran más allá de los cuatros metros de lo que se extienden alrededor del cuerpo. Solo deseo que les llegue, solo deseo que lo sientan.