Antes de iniciar el viaje fui a morir a casa raíz ya que no existe menor manera de cerrar un ciclo.
Respiré en las profundidades de mi ser y quité el corsé que me aprisionó desde la adolescencia. Retiré la piel muerta con mis dedos y la maga masajeó el tejido interno generando espacio para expulsar la rabia y el dolor acumulado a través del llanto y los aullidos. Envolvió mi cuerpo y coloqué la crisálida en una rama del Kauri más grande de Nueva Zelanda.
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Después de romperla, desplegué las alas y volé a la tierra del sol naciente para escribir el nuevo inicio y dejar florecer la reciente piel. En el templo más antiguo de Tokyo ofrendamos un profundo agradecimiento a la vida y caminamos entre las hojas de los ginkgos. Encontramos un restaurante con craft beer y gyozas veganas. El omikuji del templo, la lotería divina obtenida tras agitar una caja de madera, predijo nuestra gran buena suerte.
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A la tarde fuimos secuestrados por una banda de Pac-Man y devoramos cientos de coloridos fantasmas. Escapamos por las escaleras mecánicas para refugiarnos en una máquina de pin ball donde vivían los simpsons. Al descorrer una cortina encontramos a cientos de personas sentadas frente a máquinas pulsando continuamente un botón. Corrimos hasta llegar a una casa en la montaña donde nos abrió la puerta Goku, y una bola de energía emergió entre mis manos.
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La onda vital nos llevó al barrio de los Shimokitas, donde salimos del videojuego almorzando un matcha latte y unos huevos veganos. Al atardecer una bandada de pájaros nos arrastró hasta el cruce de peatones más transitado del mundo y formamos parte del caos controlado que se respira en esta ciudad. Nos dejaron caer en un museo donde se desvanecieron los límites y nos fusionamos con sus obras. Un atún palestino y un angelfish cadista se colaron en el aquarium para celebrar una nueva vuelta a la espiral de la vida.
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Después de romperla, desplegué las alas y volé a la tierra del sol naciente para escribir el nuevo inicio y dejar florecer la reciente piel. En el templo más antiguo de Tokyo ofrendamos un profundo agradecimiento a la vida y caminamos entre las hojas de los ginkgos. Encontramos un restaurante con craft beer y gyozas veganas. El omikuji del templo, la lotería divina obtenida tras agitar una caja de madera, predijo nuestra gran buena suerte.
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A la tarde fuimos secuestrados por una banda de Pac-Man y devoramos cientos de coloridos fantasmas. Escapamos por las escaleras mecánicas para refugiarnos en una máquina de pin ball donde vivían los simpsons. Al descorrer una cortina encontramos a cientos de personas sentadas frente a máquinas pulsando continuamente un botón. Corrimos hasta llegar a una casa en la montaña donde nos abrió la puerta Goku, y una bola de energía emergió entre mis manos.
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La onda vital nos llevó al barrio de los Shimokitas, donde salimos del videojuego almorzando un matcha latte y unos huevos veganos. Al atardecer una bandada de pájaros nos arrastró hasta el cruce de peatones más transitado del mundo y formamos parte del caos controlado que se respira en esta ciudad. Nos dejaron caer en un museo donde se desvanecieron los límites y nos fusionamos con sus obras. Un atún palestino y un angelfish cadista se colaron en el aquarium para celebrar una nueva vuelta a la espiral de la vida.