274180862 10160518798596318 3554556718334393128 nUn cuarto de hora para encontrar la salida en la estación de Shinjuku, allí donde otra ciudad respira ajena a los ritmos circadianos.

Al bajar del bus en destino el cielo se cubrió de nubes y apuramos los últimos minutos antes del cierre para almorzar en un restaurante camino a casa. La oscuridad de la noche absorbió el cansancio y reposamos nuestras cabezas sobre las almohadas rellenas de cáscara de trigo sarraceno.
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No supe que era un primo lejano del Monte Taranaki de Nueva Zelanda hasta que, en el desayuno se desnudó lentamente ante nuestros ojos. Una montaña sagrada del budismo y el sintoísmo, hogar de dioses y espíritus, frontera entre el mundo terrenal y el espiritual. Allí reside la princesa que hace florecer los árboles. Cierro los ojos y regreso al éxtasis que me envolvió cuando caminé hasta la morada de uno de los volcanes más perfectos y simétricos del mundo.
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Abro los ojos y ante mi se alza el Monte Fuji, más divinidad que montaña y un eje que conecta la Tierra, el cielo y los mundos invisibles. Estable, firme, simétrico, eterno, inmutable, voy tomando nota mental de sus cualidades. Solitario, tímido, perfecto y algo místico. Recorremos el lago kawaguchiko y paseamos respirando los colores del momiji japonés, chapoteando entre las hojas de los arces dejando que el reflejo del Fuji nos envuelva con un susurro que guarda la fortaleza de la montaña.
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Crucé la cortina del onsen y seguí el ritual de purificación. Al sumergirme en el agua caliente se disiparon las preocupaciones y me conecté con el silencio. Sentí la presencia serena de la montaña, su energía volcánica parecía latir bajo el agua, como un pulso antiguo que despertaba. Mi respiración se acompasó con lo sagrado y mis pensamientos se disolvieron en el vapor. Al salir del onsen, comprendí que una parte de mí siempre quedará unida a la calma eterna de las montañas.