Un tumulto circular desvía mis pasos del camino. Hombres sentados en postura fácil a la sombra de las columnas, mujeres con saris de alegres colores preparan bandejas con alimentos, ropa y joyas, niños y niñas de cabeza rapada juegan entre ellos ajenos a los preparativos. Mis pies atrapados por el frescor de la tierra se anclan al momento presente.
Unos ojos almendrados capturan mi atención. Les sigue una franca sonrisa y una gran timidez para decir su nombre. Barack portea a una de sus hermanas, asustada de tanto movimiento. Parece que intuye lo que está por llegar. Se la arrebatan de las manos y le quitan la ropa para colocarle un vestido de tul naranja-rosa tres tallas más grande que ella. Desaparecen sus pies y le sobreviene el miedo. Una diadema en flor violeta adorna su cabeza rapada y una inmensa guirnalda de flores rojas chorrea desde su cuello hasta el suelo. Sus manos impregnadas en purpurina y las uñas pintadas. Busca refugio en Barack, al igual que todos, está de celebración.
Un hombre con rastas blancas la recoge entre sus brazos sonriendo y compartiendo con todos su dentadura vintage. Ella se resiste aunque sabe que no hay nada que pueda hacer. Barack me ofrece un puñado de granos de arroz y contagia su alegría. Ella llora desconsoladamente mientras le colocan unos pendientes dorados en las orejas donde antes no existían agujeros. Sus lágrimas son motivos de felicidad para la familia y sus gritos silencian los pasos del resto de peregrinos en el templo. Reparten caramelos, bananas, dátiles y jaggery. Ella recibe billetes de rupias con indiferencia que quedan a custodia del señor que la sostiene. Se gana un caramelo a cambio y tímidamente se lo lleva a la boca. Cruza su mirada con Barack y silenciosamente le suplica regresar al calor de sus brazos para que le amparen del vértigo de crecer.