En la última desorientación por las callejuelas de la ciudad fui atraída por un exquisito olor y me colé en una tienda de especias de 2x2m. Una chica sentada en el suelo pesaba pequeñas bolsas de color negro y las colocaba en una caja de madera. Sus movimientos acompasados me atraparon hasta que un chico sonriente se plantó delante de mi.
No pude resistirme al chana masala, dal masala, golden milk, garam masala, chai masala, y a otros bolsas de colores divertidos. El chico sonriente quiso saber y solo pude balbucear un triste, ‘it’s my last day’, antes de que me asaltaran las lágrimas. Él las sostuvo con su mirada y alargó el brazo para tomar una de las bolsas que la chica empaquetaba. La puso en su corazón y me la ofreció sin rebajar ni un ápice de su sonrisa. Salí de la tienda abrazada a la bolsa de tulsi ginger y dejé que el sol secara mis lágrimas.
Dos horas después cargamos nuestras mochilas exhaustas y caminamos hacia el punto de encuentro. Quise disfrutar de la belleza de las montañas en esos últimos momentos y cerré los ojos. Al instante, sentí una ligera presión en mis pies, ahora enclaustrados en unas deportivas. Volví a sentirla, una vez más, en el mismo pie. Me molestó salir del ensimismamiento y frunciendo el ceño abrí los ojos y me topé con una mirada ingenua de unos escasos cinco años. Con unos movimientos sincronizados bajaba la la cabeza, golpeaba mi pie izquierdo y llevaba la mano a la barbilla. Descalzo y con una cuerda como cinturón imitaba lo que su hermano mayor en la lejanía pude atisbar que hacia con otro occidental. Quise meterlo en la mochila y darle una ducha aunque el prefirió seguir su camino. En el trayecto hacia el aeropuerto tatué su mirada en el alma como último acto de valentía en India.