/> Cada día el reloj interno nos reúne a la puesta de sol. Cualquier espacio de este salvaje oeste sirve de escenario para despedir a lo solar. Nos embauca la sutil rotación de esta estrella aun siendo conocedores de que es la tierra que pisamos la que lo rodea.
Dos jóvenes alemanes lo despiden haciendo equilibrios sobre una valla de madera. En la playa una mujer está sentada en la arena en postura de meditación. Unos enamorados franceses beben a pequeños sorbos de sus vasos metálicos mientras sus cuerpos se abrazan íntimamente. Un chico con barba larga y tatuado en extremis lo avista desde el techo de su campervan.
Todos con la mirada hacia un mismo punto, esa esfera casi perfecta de millones de años de antigüedad que nos recarga de vitamina D con sus rayos. Todos atentos al sol que flota en el horizonte infinito bañado por el océano en calma. Todos pendientes de percibir ese último rayo de sol, ese destello verde que dicen que se produce en la parte superior de esta gran bola de fuego.
Y en este ahora compartido nos encontramos todos, allí donde los pensamientos descansan, los relojes avanzan más despacio de lo normal, donde el silencio es solo interrumpido por el viento, y la respiración se torna presente y consciente. El rayo verde no llega y allí permanecemos ajenos a la despedida. La quietud del momento presente no la quiebra ningún aplauso ni silbido estridente. Gran fortuna la nuestra.