/> Dejamos atrás el pueblo de las casas de colores y a todas las personas hacinadas en sus playas para dirigirnos hacia algo más salvaje y natural. Cuarenta y cinco minutos conduciendo entre campos de maíz y quince por un camino parcheado hasta llegar a lo solitario. Nos saludan las dos únicas personas que encontramos en el lugar, unos pescadores que se retiran a casa con sus trofeos atlánticos.
Una playa infinita en sus trescientos sesenta grados nos regala un ardiente atardecer. A la vuelta descubrimos que la floki ha entablado amistad con un zorro de cola esponjosa. Él se ha encaprichado de la esterilla y la floki no quiere desprenderse de ella, otra vez. Los ojos brillantes del pequeño zorro se mantienen imperturbables en ella durante toda la noche hasta que al amanecer regresa cabizbajo a su guarida sin el codiciado tesoro.
La marea comienza a bajar y una docena de chorlitos se deslizan por la arena dándose un buen festín con lo que emerge en la orilla. Un cangrejo albino se deja mecer por el vaivén de las olas y a duras penas consigue asomar la cabeza. Una multitud de gaviotas reposan en la orilla con la mirada fija en la inmensidad del océano. Un aborigen desnudo, con el pelo recogido en una cola alta y un bastón trenzado en la mano derecha camina hacia ellas. La fragancia dulce y la estela de humo tras su paso delatan al joint que lo acompaña.
En su marcha va recogiendo lo que el océano devuelve y lo va almacenando en la arena seca. Cuando llega donde las gaviotas se sienta con ellas y le pierdo la vista. Mientras un par de delfines nos saludan con saltos desde las profundidades oceanicas. A su regreso, el aborigen se acerca a nuestro lugar y nos saluda con un ligero movimiento de cabeza de arriba a abajo, seguidamente toma mi mano y deposita en ella una concha circular con un agujero en medio. Honra los detalles del presente, el único lugar donde acontece la vida, me dice mientras cierra mi mano y reanuda su marcha por la playa infinita.