Alquilamos una Honda Wave para tres dias y dejamos las mochilas bajo una mesa en la oficina del renting.
Sin reservas y con una bolsa pequeña con dos mudas, ropa de baño y dos cantimploras rodamos por las carreteras del sur de Laos al encuentro de etnias y cascadas rebosantes de agua para contrarrestar la osadía de la gran bola de fuego laosiana.
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Sobre mediodía llegamos al poblado del Captain Hook. Nos enseñó su plantación orgánica de café, compartió las creencias de su etnia, explicó sobre hierbas medicinales, construyó un pompero con una hoja, una rama y el líquido del árbol, lió y fumó un cigarro con hojas de un arbusto y lanzó una hoja a modo de cerbatana. Su mujer preparó café tostando los granos, moliéndolos y filtrándolos en vasos de bambú.
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Con la pipa de agua incrustada en la barbilla, el Captain Hook nos mostró nuestra habitación. Después de una profunda calada, cerró los ojos y con la exhalación comenzó a narrar retales de su vida en la comunidad mientras se desataba una tormenta tropical que a nadie parecía importar. Su familia de treinta y ocho nos arropó cariñosamente y uno de sus primos escribió buenos deseos en mi cuaderno. Compartimos pipas y cervezas. Bailamos la Rosalía en la cocina. Cocinamos juntos mientras intercambiamos palabras en diferentes lenguas. Cenamos vegetales del huerto y sticky rice a modo de pan. Dormimos con una manta y la ventana abierta escuchando a la madre naturaleza.
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El primo del Captain Hook quiso compartir sus sueños conmigo pero no pudo, trae mala suerte hablar de futuro en la comunidad. El brillo de sus ojos delataba el camino anhelado. A la mañana siguiente improvisé una mat y practiqué bajo la curiosa mirada de uno de sus hijos. Entregada al presente pude sentir el click de varias piezas encajando. Hasta tres días después no pude verbalizar los trozos de futuro que allí se gestaron. Bendita fortuna la mía.