A la salida de la estación de tren de Agra nos recibieron decenas de señores indios ofreciendo su Ricksaw a precios desorbitados.
Mientras nos bajábamos del Ricksaw en la estación de tren apareció súbitamente un señor indio con una vara con la que golpeó en repetidas ocasiones al conductor, que encajaba los palos con cara de niño travieso.
Algo más decadente que hace cuatro años, Pushkar nos dio la bienvenida con un majestuoso atardecer en su lago sagrado. Las rastas, los multi piercings y los wild tattos conviven con vacas, monos, los saris rojos de ellas y los turbantes multicolor de ellos, todos en una caótica armonía.
Al girar la esquina me encontré un saco blanco flotando en el espacio con un movimiento ondulante. Parpadeé un par de veces a fin de salir del ensoñamiento pero el saco seguía avanzando en mi dirección.
El rugir de la royal enfield despierta el sentimiento de libertad adormilado hace semanas.
En una misma tarde recibí dos cálidos, inesperados y profundos abrazos, el primero en un supermercado bajo la incrédula mirada de la cajera; el segundo, cinco minutos después en una carretera de gran afluencia de tráfico bajo el estruendo de los cláxones indios.
Hace cuatro años que las microstories acuñaron formato en India. Empezaron con el baño de una madre y una hija en las playas de Goa seguida por la niña de pelo corto y sonrisa infinita que amenizó nuestro primer viaje en tren.
Once días de rutina controvertida. Ocho prácticas completas. Una repentina menstruación. Sesenta pares de chanclas en los escaleras de acceso a la sala.
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