274180862 10160518798596318 3554556718334393128 nEn el centro del centro. En el ombligo de los aussies. En lo sagrado de los aborígenes. Acá me encuentro soñando. Donde todo se tiñe de rojo. El andar descalzo se vuelve cotidiano. Las miradas se ciegan. Las sonrisas se esfuman.

Hace cientos de años un explorador inglés arrebató la identidad a esta tierra y la bautizó con el nombre del cuñao. Desde entonces el aborigen reclama el lugar de sus ancestros y el respeto a la Tjukurpa, la ley de la tierra. Lo mío es mío y lo tuyo es mío también. Lo primitivo en vía de extinción y el odio como telón de fondo en esta performance de las antípodas.
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Un niño aborigen de tres-cuatro años con el pelo enmarañado estilo pumuki y dos velas de mocos colgando de sus narinas estaba sentado en el carrito junto a su madre de semblante áspero que lo reprimía constantemente. Ambos unidos por el cordón umbilical del enfado heredado. El pequeño rompió a llorar y la madre cerró los ojos con el deseo de que se le apareciera algún ancestro en forma de sueño y le otorgara el regalo de ser conducto para recibir la sabiduría. Quizás podría estar la clave en el arte de sostener el enfado propio y el del otro, sin contaminación cruzada, sin apropiación indebida, para así sanar el pasado y nutrir el presente.
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En el viaje de esta vida en movimiento se me presenta la gran oportunidad de vivir en la contemplación y en el silencio de la naturaleza. Percibir el espíritu del paisaje, el murmullo de las hojas, el canto de las aves. De Observar y ser observado. De Dejar hacer y respetar. De Confiar en la sabiduría de los sueños. Manifestando así un presente más suave, amable, colaborativo y sonriente.