En un paseo por los acantilados nos encontramos a un australiano que tras trotar por medio mundo regresó a su granja.
Con sombrero de paja, gafas de sol y binoculares colgando del cuello nos advirtió de las serpientes marrones, nos enseñó a identificar los tiburones e impartió una clase sobre la historia de Australia. Se siente avergonzado, hace dos dias que ganó el no en el referéndum y de nuevo los aborígenes se quedan sin voz en el banquillo. Quizás algún día puedan ser valorados.
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A las seis de la mañana el sol llama a la puerta de la furgo y me deslizo por uno de sus rayos hasta alcanzar la orilla de la playa. Dos yayas en bañador juegan con las olas ajenas al bullicio de mascotas que van llegando. Saltan, se caen, se levantan y se abrazan creando una obra de arte en movimiento. De camino a la ducha compartimos una refrescante sonrisa que disipa las cumbres borrascosas que me llevan abrumando durante días. Quizas algún día me una al gozo matutino.
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En una de las brewery poligoneras de un pequeño pueblo costero escuché ‘de nada’ y fue el inicio de una grata conversación con el camarero. Aprendió español con su esposa mexicana aunque no tiene acento mariachi. Nos cuenta que el pueblo mantiene su nombre aborigen, que significa manzana negra. Compartimos el road trip y sonríe cuando hablamos de Uluru y el territorio del norte. Ojalá algún día pueda llegar allí.
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A la par, el mundo se desmorona a través de una de sus múltiples guerras. Desde cualquier punto del planeta se escucha el llanto y el dolor de los miles de inocentes que viven atrapados bajo conflictos centenarios mantenidos por los oídos sordos, los ojos ciegos y los corazones vacíos de muchos de nosotros. Ojalá algún día la compasión se convierta en un arma de construcción masiva.