Después de terminar la clase de yoga me moría de sed y recurrí a una botella olvidada en la sala, que resultó ser de champú.
Para paliar el fuego de la garganta que surgió tras el trago bebi un gran vaso de agua que alivió la quemazón y empecé a burbujear pompas de agradecimiento a la isla norte de Nueva Zelanda.
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En la primera de ellas apareció el abrazo de corazón con los árboles kauris, y siguieron brotando, la conexión en el volcán Taranaki, la energía en Piha beach, la tristeza en Cape Reinga, la terapia de bosque en Redwoods, la derrota de los All blacks, las lágrimas vertidas en la hot water beach, la muda de piel en la zona geotermal, la resiliencia al cruzar Mordor bajo la lluvia incesante, la libertad de la carretera olvidada, la frustración de la multa, el reencuentro con la serie completa y el amor recíproco bajo las Brida falls.
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Con el estallido de la última pompa abri los ojos y desperté del sueño cuando el avión aterrizaba en la isla sur de este impresionante país. Doce días y dos mil quinientos treinta y dos kilometros atrás quedaba el norte y sus colinas ondulantes de color verde. Parece ser que a esta tierra llegué para estar más fuera de la esterilla que dentro y ojalá poder ser conducida desde la ignorancia al conocimiento, de la oscuridad a la luz y de la muerte a la inmortalidad.