Caminé por un rainforest en el baño del aeropuerto hasta que escuché nuestros nombres por megafonía. De nuevo, fuimos los últimos pasajeros en embarcar.
La tripulación sonreía en abundancia y saludaban con un casi hola. Treinta y nueve días en Nueva Zelanda y seis mil seiscientos ochenta y cuatro kilómetros sin escuchar ningún sonriente Kia ora, el casi hola a modo de bienvenida maorí.
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Tracy es vecina del hostel y me cuenta que ha vivido en diferentes países de Asia y que por sus venas corre sangre neozelandesa, alemana y maorí. Yo me siento samoana, explica mientras bebe a pequeños sorbos de un tarro cristal lo que puede ser vino tinto. Los neozelandeses son estirados y aburridos, dice mientras se toca la punta de la nariz dos veces con el dedo índice. Do you understand me, don’t you? Con unanimidad ambos asentimos sonriendo a la vez.
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En la tierra de la gran nube blanca el verde de sus colinas onduladas lo perfilan miles de vacas, ovejas y renos privados de libertad. Ellos quedaron fuera del compromiso Tiaki que el país exige a cada persona como forma de preservar y proteger la naturaleza. Cínico greenwashing del país hacia la industria ganadera la cual está mermando la naturaleza y acelerando el deshielo de los glaciares.
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En el fiordo Milford Sound, en la cima de Roys Peak, en el rainforest del Kepler track, frente al Volcán Taranaki, ante el Tasman glaciar, el vuelo del royal albatros, la visión del Monte Cook, la paz del lago Wanaka, son solo algunos de los momentos donde me sentí conectada con la madre tierra. El último día logré ver los glow worm, unos gusanos que brillan en la oscuridad y forman verdaderas constelaciones. Cuando están en fase de larva emiten una luz para atraer a sus presas y devorarlas después. La sabiduría de la madre naturaleza.