En una misma tarde recibí dos cálidos, inesperados y profundos abrazos, el primero en un supermercado bajo la incrédula mirada de la cajera; el segundo, cinco minutos después en una carretera de gran afluencia de tráfico bajo el estruendo de los cláxones indios.
Ambos sofocaron los latidos inquietos del corazón y atemperaron los pensamientos abrumadores de las últimas semanas.
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En el día de descanso me zambullí en un bidón lleno de hielo. Tardé quince segundos en estabilizar el ritmo de la respiración y durante dos minutos quedé sumergida en un mar glacial donde cada exhalación me mantenía a flote. Regresé con un extra de claridad mental, un par de pensamientos desatascados, toda la piel erizada y un pato de goma amarillo.
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En la siguiente práctica me mantuve de pie tras los puentes con el valor suficiente para afrontar el después. Ella asintió con la cabeza y llamó a su hija para que me asistiera. Es mi primera vez en un largo tiempo, le dije. Quieres hacerlo? me contestó. Yes, I’m ready. Colocó sus manos en mi zona lumbar y el centro de mi pecho explotó de amor y agradecimiento mientras bajaba a tierra.