Mientras nos bajábamos del Ricksaw en la estación de tren apareció súbitamente un señor indio con una vara con la que golpeó en repetidas ocasiones al conductor, que encajaba los palos con cara de niño travieso.
Rescatamos las mochilas antes de que el Ricksaw se escabullera por los caminos colindantes. Aproveché la confusa situación para cambiar el billete de quinientas rupias y pagar el trayecto al apaleado conductor. Lo encontré en una esquina medio escondido y lejos de mostrar enfado o queja su cara explotó de felicidad al ver el billete de cien rupias salir del monedero.
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La ciudad rosa nos recibió con un clima mas fresco. El recepcionista del hotel nos registró en su peculiar enciclopedia de huéspedes y nos ofreció un calefactor para protegernos de la bajada de temperaturas nocturna. Media hora más tarde saboreamos un par de craft beer que paliaban la escasez sufrida en la ciudad sagrada. Pasando por alto la alarma del sueño clické un vídeo que mi madre había colado entre sus mensajes. Antes de que el telón se recogiera, un sutil chisporroteo emergió en mi interior. Lo reconocí al instante, localicé las voces, alabé el particular tablao flamenco que formaban y distinguí los palos de ironía que en cada cuplé y pasodoble la chirigota del Selu lanzaba al patio de butacas del Gran Teatro Falla de Cádiz.
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Al día siguiente acudí a la cita con la tinta negra y unos bloques de madera modelaron un sueño sobre la piel de mis manos. Las exhalaciones se alargaron para sostener las punzadas que se sentían fuertes en los dedos. A priori no hubo más significado que la belleza del diseño y un anhelo de hace tiempo. Con unos guantes negros levanté la jarra de medio litro de neipa para brindar por el reencuentro con el latido del espíritu carnavalero. Ahora cada palpitación aviva la tinta fresca recién llegada que otorga a mis manos de la luz que habita en mi.