En el hotel de Khajuraho un joven indio que hablaba español nos consiguió dos asientos en un jeep para ir de safari al día siguiente, también nos quiso vender una visita guiada a los templos, un masaje ayurvédico, un libro del kamasutra y la visita a la tienda de un amigo, solo para mirar, dijo a modo de despedida.
Después de una docena de noes con sus respectivas gracias, nos tiramos a la cama y casi fuimos expulsados de ella por la dureza del colchón.
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Un grupo de cuatro chicas jóvenes me rescataron de una conversación con intención de compraventa que varios señores indios trataban de iniciar conmigo mientras caminaba por la ciudad bajo un sol abrasador. Como recompensa a la exitosa hazaña, las niñas me llevaron a una tienda y yo las invité a chocolate. La más pequeña me acompañó hasta la oficina de correos y me hizo cómplice de sus secretos en su idioma. Su hermana mayor la recogió en bicicleta y me invitaron a su casa a tomar un chai.
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A la hora y media de safari el tigre de bengala desfiló sigilosamente ante su público con una elegancia natural. Cientos de clicks rompían el silencio que el felino más grande del mundo dejaba tras de sí mientras caiamos rendidos ante su majestuosidad. Cubrí mi boca en varias ocasiones para contener los OMG que explotaban en mi interior. Solo dos metros y un árbol nos separaban, lo necesario para recoger algo de su fuerza, paciencia y agilidad y llenar mis depósitos que se encontraban bajo mínimos.
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En uno de los veintidós templos de la ciudad los dioses nos bendijeron con nuestra propia réplica. Aproveché la coyuntura de contar con dos cuerpos para escindir la levedad de la pesadez, lo sabroso de lo insípido, la quietud de lo perturbador, el júbilo de la frustración, tratando de acortar el espacio que se genera entre quién soy en realidad y quién aparento ser. Durante los clicks que duró el proceso sentí que este atajo no era la solución y que para cerrar ese espacio debía seguir practicando en mi misma cada día con paciencia.