En Varanasi, el rio Ganges ofrece su lecho a la diosa ganga brindando un gran espectáculo de la devoción hindú. Todos quieren surcar sus aguas, los vivos purificando sus cuerpos y los muertos tomando un atajo a su paraíso.
Un señor le chocó la mano a Carles y acabó dándole un masaje en un banco de piedra. Los esposos pasean a sus esposas atadas con una cinta amarilla y decenas de perros deambulan sin correa que los dirija.
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Nos refugiamos de la multitud en el templo de la diosa Durga, la que representa la capacidad de sobreponerse a las adversidades. Mientras admirábamos en silencio los rituales de brahmanes y devotos, un señor nos embaucó a tocar la campana, recoger unas flores del altar y nos guió a una sala donde cantamos mantras, encendimos velas e incienso y repetimos nuestros nombres y el de nuestros padres en cuatro ocasiones. Al finalizar nos apremió a poner un donativo dentro de una olla que colgaba del techo. Después exigió su parte y se enfadó cuando no recibió lo solicitado. Al salir de la sala eché la vista hacia atrás en el momento en el que el supuesto brahmán tomaba el billete que había depositado en la olla que guardó en su bolsillo mientras se cruzaba conmigo camino a la salida.
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Una bebé de año y medio lloraba desconsoladamente mientras su madre la bañaba en plena calle, a su lado unos niños jugaban a las canicas en la tierra donde se mezclaban orines, restos de comidas y excrementos de vaca. Una niña de piel rasgada pese a su corta edad mantenía en equilibrio la rueda de una bicicleta con un palo. La vida en la calle. Cuatro hombres vestidos de blanco porteaban un cuerpo sin vida lleno de flores hacia el río. Tras colocarlo en una pira de madera le prendieron fuego mientras sus familiares daban cinco vueltas a su alrededor. Las cenizas fueron esparcidas en el Ganges. La muerte en el río. Acá se viene a morir y a liberarse, recitaba un sadhu de piel blanca. Aproveché la oportunidad para lanzar al río aquello que ya murió en mi pero que aún portaba en la mochila.