Kolkata se colocó en la ruta de viaje con determinación y nos pilló por sorpresa. Un policía buscando un extra money nos llevó al hotel siguiendo las indicaciones del maps.
No aceptaron la reserva ya que no lucíamos como locales pero el plan B fue un éxito y prolongamos la estancia. La caótica y bulliciosa vida de la ciudad consumió nuestra energía rápidamente y el ritmo slow se propagó desde el primer atardecer. Los cuervos negros sustituyeron a las vacas y los taxis amarillos a los rickshaw.
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Me topé con un centro comercial de lujo donde las jóvenes dependientas se acicalaban mientras las señoras con sari fregaban el suelo de rodillas. A la salida una estructura de cajas de cartón y palos de bambú era la casa de una familia de cuatro, un perro y una oxidada bicicleta. Un grifo de agua en la acera les servía de ducha, lavadero y cocina. Un señor mayor de no más de cincuenta kilos nos ofreció su carro para llevarnos a destino, nuestra negativa la aprovechó un ejecutivo con maleta de quince kilos que sentó su mediocre superioridad en el carro al instante.
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En la ciudad de los contrastes los rascacielos se alzan entre casas cubiertas de moho y ropa tendida. El metro luce impecable frente a la piel ennegrecida de los hombres que tiran de los carros. Los bolsos de Prada de las adolescentes chocan en el cruce de peatones con las bolsas de recogida de plásticos de otras adolescentes. Un joven indio nos relató que se volvió agnóstico y sueña con una India más igualitaria. Conocimos a una joven occidental que intenta trabajar en una ONG para engrosar currículum. Ante la tumba de la Madre Teresa me explotó el corazón y de una de las burbujas emergió un billete de vuelta a la ciudad de la alegría.