El jeep se detuvo en la frontera donde nos pusieron el sello de entrada a Sikkim. Los azules, rojos, verdes, blancos y amarillos de las miles de banderas de oración que habitan este estado pintan de color el cielo gris.
En uno de sus monasterios un pequeño monje nos daba una lección de cómo sortear los miedos al cruzar un skywalk. Una joven con trenzas largas y labios pintados de rojo me abrazó a la salida del colegio y ahora compartimos vida en instagram. Las flores rojas de las decenas de rododendros iluminaban las calles a pesar de la lluvia continua de los últimos días.
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Cuando el jeep nos dejó en un lado del camino embarrado la neblina ocultaba el sendero que ascendía hacia la cima. Quince minutos después y empapados por el chirimiri sikkines alcanzamos la homestay. La familia de Sonam nos recibió con un té de menta y decenas de historias. Viven veintitrés familias en la aldea y todo es de todos. Si alguien enferma cada familia aporta doscientas rupias para ir al hospital. Cocinan lo que cultivan de forma orgánica. The green state of India, nos dijo el patriarca mostrando una amplia sonrisa. La electricidad llega con el sunset y el agua caliente es de puchero. El frío cala los huesos aunque los corazones se mantienen calientes.
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Los rayos de sol del segundo amanecer iluminaron los picos nevados de los siete miles que protegen los sueños de esta aldea. Una visión sublime. El lago sagrado venerado por hinduistas y budistas emergió tras la niebla y discernimos en su forma la huella de la diosa Green Tara. La que nos libera de las amenazas externas y los miedos. Las lágrimas aderezaron la despedida y la bajada de la aldea se tornó épica. En un monasterio cercano y ante la réplica del cielo del guru Rinpoche conformamos la semilla para sembrar en el camino y pactamos ser parte del antídoto al virus que asola a la humanidad.