El ordenador no quiso arrancar después de cruzar la frontera, así que tras dejar las mochilas y el sueño atrasado en el hotel nos embarcamos en la desafiante misión de encontrar un servicio técnico que lo reparara.
Después de casi cuatro horas regresamos a caso con un arreglo tipo MacGyver y una erupción corporal que tatuó mi piel con cuarenta y siete ronchas. Los zarandeos del jeep por las carreteras fangosas aceleraron la picazón y en la parada del almuerzo impregné mi cuerpo con el milagroso Bálsamo del tigre para mitigar el sofocante quemazón.
~
Katmandú nos recibió con el olor del incienso en sus calles, el Namaste sonriente mas auténtico, las banderas de oración en cada rincón, los Veg Mo:Mo mas sabrosos, las tiendas rebosantes de trekking y artesanías, la craft beer Sherpa, el tofu, el seitán y la quinoa en ensalada, con los ojos de Buddha y los rituales de devoción en las estupas, los perros tumbados, el bullicioso bazar y la peculiar arquitectura de su plaza. Un chico joven escribió mi nombre en Newari, practicando para que no se pierda este ancestral lenguaje mientras yo miraba embelesada como lo dibujaba.
~
En el barrio de Thamel tropezamos con una sesión de sound bath a donativo ofrecida por dos hermanos nepalíes de gran corazón. Durante cinco días volvimos a su acogedora sala para aprender de chakras, vibraciones, energía y baños de sonido. Allí recibí un masaje de cuencos tibetanos que desatascó los canales de transmisión del prana y ahora la energía fluye con menos restricciones. El poder sanador de la vibración apaciguó mi mente y me sumergí en un estado de quietud que anhelo cada día. Con cierto atrevimiento embalamos la experiencia en una caja de madera y la enviamos rumbo al campo base aprovechando la energía extra del eclipse.