Dos mochilas ligeras, ocho días, dos pares de sticks, una libreta, medio kilo de frutos secos, dos cantimploras, doce barritas de granola, una guirnalda de oración budista, una caja de pastillas potabilizadoras y cuatro mil doscientos metros de altitud.
A última hora se apuntaron dos salvaslips de tela y una copa menstrual. Después de las primeras tres horas de subida y bajo la amenaza de tormenta nos refugiamos en un lodge junto a dos señoras de Singapur, su guía y el porteador. Un relámpago reventó el generador así que nos duchamos y cenamos a la luz de los móviles.
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Cruzamos varios puentes colgantes que desafiaron las inquietudes. Una cabra me mordió la melena. Al cruzar un río improvisamos un bautizo y el agua fresca del Himalaya suavizó los temores. Cientos de mariquitas nos asaltaban por el camino. Los sherpas, en chanclas y chándal, nos adelantaban velozmente con sus más de treinta y cinco kilos a la espalda. Diferentes lamentaciones borboteaban en mi interior y al tercer día sentí como la etiqueta de ‘la quejica’ que permití me colocaran hace veinte años al fin se desprendió del todo. Brotó un sincero agradecimiento hacia la madre tierra, por su fiel sostén.
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Las flores rojas y rosas de los rodondedros nos guiaron a lo alto de la colina, donde el sol despertaba tras los ocho miles que se mantuvieron ocultos detrás de las nubes. A la bajada nos sedujeron un grupo de majestuosos árboles y me alejé del camino. Encontré una cueva donde pude refugiarme de los rayos de sol abrasadores. Cuando los ojos se adaptaron a la oscuridad la reconocí al instante. Su tez morena. El brillo de sus ojos. El cabello largo y rizado. La hija de la tierra, Ayla, se dirigió hacia mi y puso sus manos en mi bajo vientre. Celebra el despertar de la mujer salvaje y sabia, dijo sonriendo. Es momento de renacer.