El aliento del dragón nos embistió de frente mientras arrastrábamos las mochilas por un camino polvoriento hacia la oficina de inmigración india de la frontera. El taxista dio once vueltas a la caza de pasajeros y resignado y a falta de uno emprendió el trayecto.
Esa noche dormimos con el tracatra del tren y el sunrise amenizó un despertar sosegado. El agua fresca del Ganges nos recordó la promesa que ofrendamos a la diosa ganga hace cuatro años. Volvimos a Rishikesh, la casa del yoga, del rafting, de las mega ruinosas construcciones y los austeros ashrams. La ciudad sagrada que esconde bajo las rocas del rio las latas de Budweiser.
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Al atardecer una familia india mostraba a una adolescente japonesa el ritual de bendiciones en el río. La devoción y la perplejidad. Un niño pequeño en silla de ruedas grande masajeó mi brazo y me comió a besos mientras su padre pelaba un mango. El negocio y la compasión. En dos ocasiones escuché mi nombre en la calle e intercambié abrazos sanadores y conversaciones inspiradoras. Las causalidades y la conexión. Una royal enfield nos llevó al origen del Ganges y en sus aguas gélidas cerramos esta etapa. La bendición y el agradecimiento.
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Con cierta inquietud y más de motivación abrí la puerta del Shala y unas campanillas delataron mi presencia. Desplegué la mat cerca de la ventana, limpié y junté mis pies, cruzé las manos en el bajo vientre y respiré. Una más entre la docena de respiraciones. El silencio acalló el caos externo y la energía flamante despertó el fuego interno. Tatué cada ajuste recibido en mi piel y agradeci cada mañana el camino realizado. Después de la clase del último día recibí un masaje ayurvedico de hierbas, especies y aceites que alivió los temores y eliminó las toxinas acumuladas durante este tiempo en movimiento. Volver a la esencia es siempre una buena opción.