Dieciséis meses. Catorce países y dos continentes. Nueve mil ciento treinta y cinco fotos y mil doscientos ochenta y siete vídeos. Cuatro libretas. Nueve masajes. Tres cortes de pelo. Cinco Royal enfield.
Dos campervan. Diecisiete aviones. Media docena de crisis emocionales. Tres paquetes de nervios. Siete Shalas de yoga. Una multa neozelandesa. Una docena de cosas perdidas. Cinco cursos presenciales. Cuatro estrellas fugaces. La celebración de tres años nuevos. Una consulta ayurvedica. Once reencuentros de abrazos.Tropecientas craft beers. Setenta y siete microstories. Un centenar de sueños desbloqueados.
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Al abrir el portón de la cochera me invadió un ejército de recuerdos. Escalé por las montañas de sacos de abono y me escondí para ganar el pilla pilla. Montamos un supermercado con caja registradora y cambiamos las etiquetas químicas por chocolates, patatas, frutas y verduras. Jugamos a la goma y no conseguí pasar del nivel de la cadera. Al atardecer nos invitaron al rincón literario en los doce pinos del parque. Donde antes rulaban las litronas y los cigarrillos ahora se esparcen las palabras de puño y letra de mujeres inspiradoras que se mezclan con las ramas de los pinos que protegen el lugar.
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El dentista me dijo que soy la sobrina de la que estuvo allí la primera vez. En la óptica me obsequiaron con una masterclass sobre la presbicia que ahora convive con la miopía. La doctora introdujo mi catálogo de preguntas en el cajón de la menopausia y le regalé dos botes de sangre. El mecánico nos devolvió a una radiante floki y un tecnico budista le concedió permiso para un año de viaje. Las notas musicales de una familia de golondrinas deleitan cada savasana cuando salgo a la caza de recuerdos para agradecer lo vivido y aliviar la morriña que asoma tímidamente.