Durante dieciséis meses he acarreado la esterilla de yoga en un lateral de la mochila de cincuenta litros. Jamás se convirtió en un lastre por más que depositara en ella miedos, inquietudes y cuestionamientos.
Siempre estuvo lista para absorber los oxidados samskaras que se desprendían en cada práctica. Reconozco que no me resultó fácil mantener la disciplina y la constancia sobre ella.
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En Malasia encontró hueco en una pequeña habitación sin ventanas donde acabó empapada en sudor. En Singapur compartió espacio con una alfombra de oración musulmana en un hostel de cápsulas. En Filipinas se desplegó en una isla desierta debajo de una palmera. En Tailandia encontró la primera shala. Acudió a un gym en Camboya. Se desplegó a orillas del rio Mekong en Laos. En Vietnam lo hizo en una cabaña de bambú frente a los arrozales del norte. En Indonesia acudió a varias shalas y conoció a grandes profesores, entre ellos a Guruji. Australia la desafió y acabó en el interior de la camper y se adaptó a las moscas. Las sandflies de Nueva Zelanda la picotearon por completo. En la Polinesia se impregnó de arena blanca. Acompañó a cada sunrise de Raja Ampat. En India alcanzó poderío en la old shala junto a SaraswatiJi y su hija. Nepal le ofreció un descanso merecido de quince días.
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Ahora cada día se despliega en el living room de Ca La Felisa cerca del altar para seguir cultivando este acto de amor propio que se repite desde hace años. Adoro la quietud que la envuelve. No tener que buscar un lugar para practicar deja espacio para que el silencio lo disuelva todo y pueda emerger lo verdadero. Voy a aprovechar el momento ya que no se hasta cuando la mochila permanecerá dormida.