Cuando la maga del sur golpeó suavemente dos veces mi hombro derecho, detuve la marcha y clavé las rodillas en tierra. Desde el centro del pecho se gestó un aullido que se elevó más allá de los campos de olivos.

La garganta recogió la ferocidad del sonido y quiso que no terminara nunca. Los oídos reconocieron ese instinto femenino, relegado tiempo atrás, y le ofrecieron amor eterno. El lado izquierdo del cerebro lo tradujo como “h a l ú” y el derecho visualizó una loba aullando en mitad del bosque.
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Para celebrar el solsticio de invierno la maga de los orígenes me entregó un carta. En sus ojos pude entrever un brillo especial y no era reflejo de las cientos de luces que nos rodeaban. Ten cuidado al abrirlo, es delicado, susurró nerviosa. Lo despojé del plástico que lo envolvía y tres pequeños cristales tintinearon entre sí. Despegué la solapa y entre mis manos se deslizó una tarjeta donde me reconocí al instante. Entre una loba y una luna roja, otra maga, la de las acuarelas, dibujó mi silueta.
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Cuando abrimos la puerta del nuevo proyecto una ola de bienestar y calidez nos dio la bienvenida. Esa noche cenamos tortilla con cerveza del Agullons. Cambiamos las uvas por naranja con chocolate y estrenamos el nuevo año en pijama. La maga del camino colocó en el altar del salón la baraja del Animal Spirit y después de practicar prendí el palo santo, cerré los ojos, escuché la pregunta, barajé las cartas y elegí una. Al voltearla me reconocí de inmediato en la loba que aparecía dibujada en ella.
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La loba sabe quién es, se reconoce, y goza al sentir su fortaleza. Me recuerda el poder de la intuición y lo enriquecedor que resulta ser miembro de una manada. Me advierte de las situaciones complicadas y me invita a definir los límites. Me despierta la fuerza de voluntad y me alienta a cuidar los vínculos familiares. Me conecta con el espíritu salvaje. Al escribir lanza un visceral aullido hacia el encorsetado formato de la microstory a la par que planta una semilla hacia el cambio en el centro del pecho.