A los pocos meses de conocernos nos sentamos en el salón del pueblo blanco junto a una docena de cartulinas de colores, un manojo de rotuladores y un par de tijeras con la intención de dibujar nuestros sueños.
Empezamos rotulando nuestro pasado en la espiral de la vida y compartiendo los aprendizajes que cargábamos en las mochilas. Los sueños individuales se convirtieron en nubes compartidas que bajamos a tierra otorgándoles la forma de caminos, el inglés, el asiático, el italiano, el del eco albergue, el de Santiago y el sudamericano. En estos diez años caminamos la mayoría de ellos a la vez que los redibujabamos a cada paso.
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Reservé mi plaza el último día. Aparqué las cajas, cargué los cascos y con mi bolígrafo cuatricolor entré al zoom y me reencontré con la maga para recordar como caminar con corazón. Nos invitó a dibujar un árbol y fluyó tan fácil que la primera creencia desterrada fue la de yo no sé dibujar. Le puse raíces muy largas e interconectadas con otras, un tronco grueso y abierto en un lateral, le dibujé hongos, plantas y animales en cuatro colores. Al finalizar añadí un anexo para diseñar la copa olvidada con cientos de ramas y hojas bailando al viento. Así conecté con la visión extraviada y el horizonte difuminado que oscurecían los pensamientos que brotaban en mi presente.
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Dias después, al retirar una de las cajas del armario me encontré las cartulinas de colores. Las puse sobre la cama y con cierto entusiasmo desaté el cordón de yute que las unía. Las distribuí aleatoriamente y tras unos minutos, abrí la ventana y las lancé al aire. Observé como se elevaban hacia el cielo azul dejándose mecer por la brisa. Cuando comenzaban a fundirse con las nubes blancas cerré un ojo y tomé una flecha del arco sagitariano. Apunté al camino de Santiago, y dirigiendo la mirada hacia una de las piedras amontonados en la Cruz de Ferro, inhalé profundamente y al exhalar solté la flecha que entró directa al bosque interior que crece en mi.