A mediodía llamó a la puerta una pareja de daneses buscando refugio antes de lo previsto. La aspiradora y otros artilugios de limpieza les bloquearon la entrada y decidieron volver en una hora.
Se prendió el incienso, se encendieron las velas y se honró al espacio sagrado que me sostiene entre las piedras leonesas y las gallegas. A la una de la tarde abri la puerta para recibir a una peregrina taiwanesa afiancada en Alemania que valoró la idea de ofrecer almuerzos como indispensable y saboreó la quietud sentada en el taburete de la cocina.
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Los peregrinos daneses juntaron las dos camas de noventa y se acomodaron en el living room. Esas banderas son de Nepal? preguntó ella abriendo la puerta a un compartir fluido, orgánico y emocionante que ocupó casi dos horas. La gentil hospitalera soltó lágrimas en algún punto de la historia, tropezó con algunas expresiones inglesas, descubrió que vibraban en la misma frecuencia y celebraron este reencuentro de almas afines con abrazos profundos, sonrisas auténticas y deseos de continuidad.
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Una veterana pareja de australianos se quedaron solos en casa y el señor, con sombrero típico del país ordenó la cocina al atardecer. Mientras los hospitaleros almorzaban al sol una joven peregrina alemana quedó embobada con mi cartel. Vegan? Are you vegan? La single room que alguien canceló pasó a ser su merecido descanso. Almorzó, merendó y desayunó con calma, saboreando cada ingrediente en silencio. En el abrazo de despedida conocí al ukelele que acompaña su aterciopelada voz y elegí no olvidarla nunca.
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Hace dos semanas que hice acto de presencia en el camino para proteger los sueños de los peregrinos y guiar sus pasos hacia el oeste. Es tanto el amor que recibo a diario que mi corazón de piedra comienza a resquebrajarse y mi piel está cambiando su tonalidad. Cada día envío mis bendiciones a los hospitaleros, que ya bajaron el ritmo y se concentran ahora en la búsqueda de un jardín. Lo que ellos aún no han descubierto es que yo traje uno desde tierras gallegas y en breve les sorprenderé.