En el day off cambié la maragateria por el bierzo y la lluvia por el sol. La carretera para acceder al valle fue sinuosa, la berza coloreaba las montañas de rosa y el silencio era embriagador.
Un monje, enfadado con el río que cruza el valle porque no lo dejaba meditar, lo mandó callar y el flujo del agua enmudeció y así fue bautizado como Valle del Silencio, donde los latidos del corazón marcan el tiempo desde entonces. Abracé a un par de castaños centenarios y sus raíces me conectaron con Gandhi, el castaño del albergue el beso. La luna te escucha, dijo.
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El peregrino de piedra que vino desde Galicia nos sorprendió en un atardecer con una piedra de pizarra negra donde se leía escrito en pintura blanca, el jardín interior. Nos invitó a cruzar la puerta bajo el arco de flores blancas y lilas. El aroma dulce y ahumado del palo santo nos cautivó, reconocimos el árbol fractal de la ciudad sagrada y ofrendamos a Ganesha con velas, flores y amor. Sobre la alfombra india reposaban los cuencos tibetanos que emigraron desde Kathmandu. Una familia de elefantes caminaba sobre el centro de un cojín. Al fondo, el fuego sagrado tras el cristal de la chimenea.
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Algunas tardes, antes de que los monjes benedictinos realicen su ceremonia en latin, el jardín de The Pilgrim Stone acoge a aquellos peregrinos que desean cultivar el silencio, la quietud y conectar con el espacio sagrado del corazón. Respiramos y movemos el cuerpo al unísono y en un hueco vacío y fértil de nuestro jardín interior sembramos la semilla del cambio mientras la energía del sonido de los singing bowl se expande por cada poro de la piel. Dejamos que el océano nos respire y al exhalar plantamos más profundamente la semilla. Siempre es un buen momento para sembrar nuevas ideas. Que se corra la voz.