Los últimos peregrinos españoles derribaron algunos prejuicios de los hospitaleros. Dos amigas canarias les hablaban de usted y vitorearon el desayuno con palmadas.
Las dos señoras de Hondarribia otorgaron de cierto glamour a la piedra con sus túnicas vaporosas. La de barcelona abrazó fuerte y profundo a los hospitaleros tras tumbarse en el jardín interior y con la pareja de Vallirana los hospitaleros compartieron trekking y consejos para los viajes largos.
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Una familia americana de tres recogió mi Epifanía y eligieron caminar por San Xil al llegar a Triacastela. Una señora de Oregon le regaló una servilleta de tela a la hospitalera para resarcir su error de haberse llevado las llaves de la habitación. Desde Boston llegó ella, con una preciosa sonrisa, un gran corazón y una cesta de sueños. Se bajó de un taxi, con fiebre y una puerta abierta a la esperanza. Todo pasa por alguna razón, le dijo varias veces a la hospitalera. Se abrazaron mucho, rieron fuerte, lloraron al recordar, se reconocieron de otra vida y se amaron profundamente.
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La Peregrina inglesa agradecía a la hospitalera cada vez que la encontraba. En cambio, la kiwi fue parca en palabras y no reconoció el Kia Ora. Los australianos celebraron un cumpleaños y una reunión de trabajo a las cinco de la mañana. La peregrina belga dejó dos piedras en la single room y otro peregrino las reutilizó. El padre e hijo de Irlanda marcharon al alba y el brasileño valoró tropecientas veces la quietud del lugar. Los de Taiwán bebieron calimocho y comieron cerezas a la vez.
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Parece que en Mayo florecen los campos y explota la primavera. Las rosas de los vecinos otorgan color al camino e impregnan con su fragante aroma los pasos de los cientos de peregrinos que lo transitan. Cuando el cansancio inunda a la hospitalera se sienta en el banco junto a mi, observa el camino, las huellas invisibles de los miles de peregrinos en su paso por aquí. Estás aquí para reconocerte, respira, le susurró a su fuerte corazón.