Esa tarde cambiamos las sandalias por las zapatillas y el Toyota rugió feliz por carreteras secundarias. Jugamos a elegir el camino a seguir.
Atrás quedaron las mochilas, los peregrinos, los sellos, las reservas, las lavadoras y las sábanas sin planchar. Dejamos el camino de flechas amarillas y apostamos por la carretera, tras una curva cruzamos un puente y una señal con letras rojas llamó nuestra atención.
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Atravesamos varios pueblos semi abandonados donde las pocas casas en pie aireaban las penas y las alegrías recién llegadas de la capital. Un octogenario caminaba pausadamente por el arcén de la carretera con su gorro y su bastón. Recibimos el movimiento de cabeza hacia arriba como un hola, y hacia abajo como un adiós. Varios kilómetros después una valla eléctrica nos invitó a dejar el coche y caminar entre la maleza siguiendo los carteles con letras rojas.
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Tras veinte minutos de caminata llegamos a una planicie con vistas al monte Teleno. Las inclemencias meteorológicas habían destruido los paneles informativos aunque no fue impedimento para descubrir los petroglifos. Las hendiduras redondas marcadas en la piedra conformaban un laberinto fácil de seguir con la yema de los dedos. Hace miles de años que su función astrológica y de sacrificios al dios Teleno dejó de funcionar.
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Dispuestos a recibir la vibración y energía del lugar nos conectamos a la madre tierra. No tardó en activarse el descanso del alma, y soltamos las armas, dejamos de luchar y nos vaciamos. Visualizamos un largo camino de oscuridad y confiamos en un final esperanzador y luminoso. El silencio alumbró nuestros pasos y transformó nuestros pensamientos en plegarias. Nada nos pertenece, todos somos uno, nos susurró una brisca de aire fresco que nos trajo de vuelta a casa.