A la peluquera que encontré le brillaron los ojos cuando descubrió mi melena. Con cierta agilidad deshizo los nudos de pensamientos, diluyó la pesadez de las ideas y cortó de tajo con el apego a la que fui hace años.

Mientras, su madre se afanaba por recoger todos los cabellos blanquinegros que salían disparados por doquier. Se atrevió a dejar las patillas largas y rizadas, según explicó, muy útiles para afinar en la escucha interior.
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Ese día caminamos diecinueve kilómetros. Nos despidió mi madre que quedó de housekeeper en The Pilgrim Stone. El corazón se aceleró durante diez minutos de subida pero luego se estabilizó. En la cruz de hierro dejó su piedra y desayunamos por segunda vez. Me contó sobre su nueva afición a la petanca y el artilugio que inventó para recoger las bolas. Su ritmo era firme, tranquilo, sin prisas, como su vida. Resbaló un par de veces sin llegar a tocar el suelo con las manos. En el almuerzo brindamos por más etapas del camino juntos.
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El cabello y los nudos de pensamiento los heredé de mi madre, al igual que la afición a la escritura y lectura. El disfrute en la cocina también viene de ella. El caminar y el contacto con la naturaleza son regalos de mi padre. Ver documentales de animales, la disciplina, la constancia y la organización forman parte de su legado. Cada reencuentro con ellos es una oportunidad de beber de la fuente sagrada aunque a veces se me atore el humor en cada trago.
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El corte de cabello casi siempre me trae ligereza y claridad mental. Como si con cada tijeretazo cortara de raíz con las ideas obsoletas. La bombilla se enciende después y el faro interior alumbra lo que de verdad importa. El sonido de la respiración. El sostén preciso de cada instante. La presencia orgánica en las relaciones. La tristeza que habita la piel. La compasión que bombea el corazón. Las plegarias lanzadas al viento. La punzada en el centro del pecho. La quietud de la vida en movimiento. La certeza de que cada renovación sacude lo que ya no encaja y de que sobra tiempo para volver a casa.