Durante una semana los padres de la hospitalera vinieron a colaborar en las tareas del día a día y a refugiarse del sofocante calor del sur.
Se adaptaron con facilidad al ritmo peregrino, aunque no tanto a las comidas veganas y brindaron en todos los almuerzos. Una mañana se fueron a caminar una etapa del camino y prometieron realizar cada año un tramo.
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Una noche de verano en la que no hubo peregrinos cuidé de los sueños en español de los turistas. Un día se encontraron una alemana rebosante de agujetas, una familia de tres con su hija de nueve y un ciclista que candó la bici en la cocina por salud mental. La pareja de neozelandeses recogieron las sábanas y toallas de su habitación antes de salir al amanecer. El peregrino español que olvidó su credencial en la taberna pudo rescatarla al día siguiente en el albergue municipal.
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Me sorprendió la familia italiana con dos niñas, la pequeña llevaba unas sandalias rosas de frozen que no eran de su agrado aunque solucionaron una pequeña crisis el día anterior. Un par de ciclistas prepararon para desayunar infusión con la flor de la chumbera. Otro italiano llegó lesionado aunque tremendamente feliz y agradecido de estar en casa. El peregrino español que llegó apurado fuera de la hora del checkin dejó propina y una de las sonrisas más hermosas del camino.
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Hace semanas que me siento triste intentando sostener lo que acontece en esa tierra lejana que siento tan cerca de mi corazón de piedra. Me contó sobre el genocidio un peregrino que caminaba con la bandera de Palestina. Le prometí velar por sus sueños y no perder la fe en la humanidad. La hospitalera me invitó a observar mi respiración y ahora estoy pendiente de cada inhalación e intento exhalar más lento, profundo y largo. Así logro suavizar el dolor, calmar los pensamientos y ablandar la tristeza.