Aunque su reserva entró a última hora pudieron cenar con nosotros. El largo viaje que emprendieron el día anterior no hizo mella en su estado de ánimo.
Durante el check-in el padre relata vivencias de un pasado lejano y en ocasiones pierde el hilo de la conversación, Damn it!!!!!, repite balanceando la cabeza al mismo tiempo. El hijo, a su lado, mastica chicle a quinta velocidad y añade poderosas sonrisas al relato de su padre. Treinta minutos después el móvil irrumpe en la charla avisando de que el pan está listo. El padre bendice mi partida lanzando la primera de sus sonrisas y el hijo curiosea en la cesta de las necesidades del peregrino.
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En la que sería la última cena en el jardín salvaje se comparten historias americanas, italianas, alemanas y belgas mientras los peregrinos van rebañando los platos y agradeciendo a la misma vez. La oscuridad de la noche nos sorprende apurando la botella de vino y el peregrino belga regala unos acordes de guitarra al grupo reunido en la mesa baja, que acaban por despertar a las estrellas. Dibujamos nuestros sueños en el cielo estrellado y por un instante quedamos unidos en el silencio que nos trae el ulular de las lechuzas.
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A la mañana siguiente me encuentro con los peregrinos americanos de camino al bosque. Han descansado su viaje y empiezan a caminar sin prisas sobre las once de la mañana. El hijo me da un abrazo que el padre imita y así nos quedamos los tres latiendo al unísono. Tenemos un regalo para vosotros, dice el hijo sacando del bolsillo dos barritas de una inofensiva granola envuelta en film transparente. El padre, compartiendo una pícara sonrisa dice en voz baja, que estos magic mushrooms sean un impulso para abrir la mente a lo nuevo y observarte con plena conciencia. El hijo lo acompaña en la sonrisa y añade, date todo el amor que necesitas, tu ser está pasando por un proceso de recalibracion. Mi corazón los acompaña en su camino de flechas amarillas mientras me quedo transitando en un espacio de gratitud y contemplación durante el resto del día.