Paseando una mañana me colé en una Charity Shop. Dos ladys de pelo corto canoso, una con gafas azules y ambas con mofletes colorados se afanaban por ir colocando prendas en los rieles de ropa repartidos por toda la tienda.

Lo hacían por colores, mezclando lo frío y lo caluroso. Encontré el negro, el rojo rosado, el marrón beige y el azul verdoso. Excuse me, thanks, era lo que se escuchaba como banda sonora en la tienda.
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Mientras revisaba uno de los rieles escuché la campanilla de la puerta y un olor intenso colapsó mis fosas nasales. Su abrigo verde prado llamó mi atención, al igual que sus enormes gafas blancas. Mechones de pelo rubio le cubrían la cara y con diligencia iba sacando perchas de los raíles y cogiendo todo aquello que se cruzaba en su mirada. Unas botas, bufandas, varias chaquetas, vestidos y hasta un bolso. Cruzó entre los rieles como pudo y entró en el diminuto probador.
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La lady de gafas azules me mostró un vestido morado y me invitó con la mirada al probador. Después de unos cinco minutos de espera se abrió la puerta y salió una joven con sombrero de ala ancha, abrigo marrón, botas altas y unas enormes gafas blancas. Del probador emanaba ese olor intenso ya conocido. El abrigo verde prado estaba en el suelo, junto a otras prendas y unas zapatillas blancas muy gastadas. Devolví el vestido al riel y observé cómo las ladys recogían gentilmente la ropa del probador.
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Seguí mi camino cerca del río, la intuición me guió hacia el laberinto de piedras blancas. Alcancé el centro del mismo con calma y comencé a despojarme de lo que estorbaba, los ‘no puedo’ fueron los primeros en caer, seguido de los hilos del perfeccionismo, los ‘y si’ bañados en dudas, los miedos a la primera vez, la autoexigencia, la culpa y sus disfraces. Conforme llegaban al suelo se fundían con las piedras del camino y una sensación de cosquilleo en el centro de la espalda captó mi atención. Antes de volver la vista atrás las alas ya se habían desplegado y mis pies flotaban en el aire.