Aún con coletazos del jet lag ese día despertamos temprano para hacer una de las visitas más anheladas en este país. Nos separaban pocos kilómetros de ella así que no dudamos en llamar a un grab que en diez minutos nos dejó junto a una gran reja anaranjada.
Con un pie ya dentro y el otro en camino pude levantar la cabeza y admirar aquella extraordinaria obra de la naturaleza. Un imponente dios hindú de cuarenta y tres metros de altura nos dio la bienvenida y doscientos setenta y dos peldaños de colores marcaban el camino a seguir.
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Justo antes de la ascensión, en el templo de la izquierda, los hindúes hacían sus pujas a los dioses. Pies descalzos para conectar con la energía de lugar. Hombros cubiertos. Corazón sobrecogido ante tanto amor y devoción. Los pasos me acercaron a una familia de cinco. La madre sostenía a un niño de cuatro años. Algo le preocupaba y lo acunaba entre sus brazos susurrándole palabras en hindi.
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De repente el pequeño se incorporó y clavó su ojos negros en los míos. Sentí como algo se despertaba en mi interior. Con su profunda mirada escaneó mi cuerpo desde los dedos de los pies hasta la coronilla, la dejó reposar en el centro del pecho unos instantes. Cerró los ojos, inhaló profundamente y entreabriendo levemente sus labios dirigió su exhalación hacia mi, la cual envolvió mi cuerpo en una cálida y refrescante atmósfera. Mientras presionaba el dedo pulgar de su mano izquierda en mi entrecejo escuché emerger de su boca, Welcome home.