De camino a Changi, el aeropuerto enmoquetado donde no se respira una gota de estrés, reflexiono sobre lo vivido en Singapur.
El orden, la limpieza, los turistas autómatas, los rascacielos egoicos, las performances nocturna, los carriles a izquierda y la fuente inagotable de satisfacción de deseos. Así me vino a la cabeza la comparsa Ciudadano cero de Tino Tovar. Será que estamos en época de carnavales y salta el resorte.
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En inmigración nos recibe una funcionaria filipina que no necesita nuestro billete de salida. Enjoy the islands, dice a modo de despedida. Con el hábito automático del anterior destino, cambiamos dinero, compramos la Sim y nos ponemos en cola de los taxis blancos. Nuestro taxista ha sustituido el asiento por una hamaca. Nos lleva a donde a él se le antoja y generosamente nos hace rebaja en la tasa. No hay centímetro en el suelo que no esté ocupado por rueda, pierna o pata. Las escuelas abren sus puertas y los niños y niñas uniformados se lanzan a ocupar su parte en este mosaico caótico mientras nos saludan con la mano y regalan sonrisas.
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A la mañana siguiente, después de otro taxi blanco, una old van de capacidad infinita y una bangka con tasa medio ambiental llegamos a destino. Hay un trozo asfaltado que hace de camino, suficiente para esta isla de dos kilometros y medio de largo y uno de ancho. Apuesto por sumergirme en busca del tiburón zorro y acabo tragando medio mar de bisayas. Después de tres inmersiones los ritmos no se sincronizan. Mientras cavilo observo a un bebé que está gateando hasta llegar a una valla de bambú que utiliza para incorporarse. Se da la vuelta y queda al descubierto la trasera del pantalón que muestra la cara de un oso guiñando un ojo. Se ríe a carcajadas y empieza a dar palmadas mientras cae a la arena de nuevo para volver a empezar. Ahora si que siento el proceso de sincronización iniciando…Tres, dos, uno…