274180862 10160518798596318 3554556718334393128 nMrs. Mila fue nuestro contacto en el puerto de Malatapay. Pagamos los tickets con sus tasas medio ambientales y sobre las tres de la tarde llegó la bangka. Era más pequeña de lo normal y el viento la zarandeaba con fuerza. Carles se tomó una biodramina nada más verla.

Los locales tomaron las mochilas forradas herméticamente y las subieron a la bangka junto a cestas de la compra, garrafas de agua, cajas de arroz, palos de madera, un cerdo metido en un saco, bolsas de sardinas y un chico con fiebre alta. Una tabla de un pie de ancha para subir sin barandilla y con el oleaje en contra. Cuando conseguimos sentarnos ya estábamos empapados. Nos obsequiaron con un chaleco salvavidas antes que el motor rompiera con furia para cruzar los siete kilómetros que separan las dos islas.
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Habíamos reservado el único ‘resort’ por sms. En los siguientes días, nos ducharíamos a cubetazos con el agua de lluvia recogida. La electricidad aparecería cuatro horas al día. Despertaríamos a las seis e iríamos a dormir a las nueve. Descubriríamos dos colegios y un high school. Al sunset nos encontraríamos en la playa, con la San Miguel grande y los niños y niñas de la isla sin juguetes ni smartphones jugarían a saltar ente las rocas, al pilla pilla, a construir un altar con lo que hubiera alrededor, sin enfados, y con muchas risas. Nadaríamos cuatro veces con tortugas más grandes que un abrazo, saludaríamos a Nemo y a su pandilla, alucinaríamos con las construcciones fractales bajo el mar y recibiría cinco latigazos de mini medusas. Rogelio nos mostraría orgulloso el santuario marino donde vive. Encontraría una orejita de nácar en la arena y se la regalaría a la niña Minnie. Asistiríamos a un partido de baloncesto con mallorets y nos aficionaríamos a los cacahuetes con garlic.
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Durante la travesia el cielo se encapotó y a través de las cortinas de lluvia vimos cómo una nube negra envolvió a la isla. El oleaje fue en aumento y los locales utilizaron los chalecos salvavidas para protegerse del viento gélido y de las continuas olas que embestían la bangka. El chico de fiebre alta desapareció debajo de una montaña de chalecos. Una chica joven encontró una toalla rosa y se la lío en la cabeza. Todos lanzábamos sonrisas de vuelta al mar, de nerviosismo, de confianza, de buena energía., de sálvese quien pueda. Cinco minutos antes de llegar a la isla comenzó a diluviar, aunque poco importaba ya con todo el agua que llevábamos encima. El grumete lanzó la pasarela de madera para equilibristas al arrecife y alcanzamos como pudimos el saliente de una roca. Una cadena humana espontánea fue descargando los bultos de la bangka. En el trajín del momento Petronela, una isleña de Apo Island me contó que trabajaba en Dauin, la otra isla. Todos los días, junto a su marido, su hermana y su hija pequeña hacían el trayecto de ida y vuelta. Are you happy here? Fueron sus ojos los que respondieron. Empapadas, con el agua a la rodillas y rodeadas de cajas y mochilas nos abrazamos y pude transmitirle mi alegría por su felicidad natural ✨lokah samastah sukhino bhavantu.