En la última desorientación por las callejuelas de la ciudad fui atraída por un exquisito olor y me colé en una tienda de especias de 2x2m. Una chica sentada en el suelo pesaba pequeñas bolsas de color negro y las colocaba en una caja de madera. Sus movimientos acompasados me atraparon hasta que un chico sonriente se plantó delante de mi.
Fueron 12 horas en la última fila del bus compartiendo toses y estornudos discontinuos. A ratos rozando el techo con la mecha blanca mientras la compañera de asiento reposa su cabeza en mi hombro con una habilidad inalterable. El sueño es constantemente interrumpido por la trajinada labor de buscar opciones en la madrugada. Un joven de tez morena, pelo largo y barba canosa, vestido de blanco y naranja me indica donde está el toilet y doy un descanso al overbooking neuronal.
En un silencioso cruce de camino regentado por 3 personas y vestido con la golden stone la moto se detiene. Minah aparece cuando vamos a entrar al templo y con risueños gestos nos manda descalzarnos. Mis pies agradecen el frescor de la piedra y mi cuerpo recoge la energía de tan antiguo lugar. Dos elefantes de piedra nos dan la bienvenida y Minah nos presenta su templo, su casa, su vida. Y también a su marido, ocupado en atender los quehaceres del templo.
Cruzamos el río Tungabhadra por 40 rupias y las hippies piedras vocean un welcome tribal. Observamos sobre dos ruedas el paisaje cuasi lunar y permanecemos en calma ante la mirada impertérrita de los verdes arrozales. Un pedaleo constante y sonriente de uniformes azules nos avisa que ha finalizado la escuela. Las mujeres se dirigen al hogar para hornear el chapati que presidirá la cena.
Un tumulto circular desvía mis pasos del camino. Hombres sentados en postura fácil a la sombra de las columnas, mujeres con saris de alegres colores preparan bandejas con alimentos, ropa y joyas, niños y niñas de cabeza rapada juegan entre ellos ajenos a los preparativos. Mis pies atrapados por el frescor de la tierra se anclan al momento presente.
Comenzamos la excursión en un tuctuc para 5 cruzando Alappuzha entre cláxones intermitentes a la velocidad del rayo. El cuerpo se encoge cada vez que nos cruzamos con otro vehículo.
El rey sol azotaba cada centímetro de la piel al descubierto con una carga explosiva de vitamina B. Las flip-flop se hundían en la arena ardiente y cada paso requería un esfuerzo extra de valentía. Casi se funde la motivación para seguir caminando.
Arranco el motor y acelero. Al principio, cuando me estoy haciendo con el control de la motocicleta recién alquilada, parece que nos desplazamos inseguros respecto al suelo con pinta dura y dolorosa
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