Hace nueve años que retengo el tiempo antes de festejar el solsticio de verano para revisar, a nivel fotográfico, lo que ha sucedido en el último año. Para facilitar este proyecto de introspección lo acompaño de la libreta donde brotan los sentimientos en formas de palabras.
Durante dieciséis meses he acarreado la esterilla de yoga en un lateral de la mochila de cincuenta litros. Jamás se convirtió en un lastre por más que depositara en ella miedos, inquietudes y cuestionamientos.
Los rayos de sol se colaban por la gran cristalera de la segunda planta del bus y la añoranza de otra vida fluía con intensidad. Las nubes conformaban guiños al pasado y los majestuosos árboles despertaban los olores de la etapa inglesa.
Antes de abrir la puerta atorada del campo base coloqué la llave del buzón en su ranura e inspiré profundamente antes de proceder a su apertura. Recogí las cartas que cayeron al suelo y pude entrever el Kia Ora que llegó de Nueva Zelanda.
Cuando abrí la puerta de mi habitación en casa de mis padres me asaltaron un regimiento de recuerdos infantiles, y una Nancy con traje de flamenca y un par de barriguitas me abrazaron fuerte..
La cazadora vaquera rescatada desprendía ese olor particular del campo base, una sufrida penitencia por los dieciséis meses de encierro en el armario.
Las barefoot australianas se desplazaban airosamente por el terreno de grava de la vía verde. En un par de ocasiones temieron por su vida tras reencontrarse con unas Dr. Martens de plataforma y alguna que otra Vans y new balance.
Dieciséis meses. Catorce países y dos continentes. Nueve mil ciento treinta y cinco fotos y mil doscientos ochenta y siete vídeos. Cuatro libretas. Nueve masajes. Tres cortes de pelo. Cinco Royal enfield.
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