El último cigarrillo lo fumé en Coín. La carne roja que siempre se me hizo chicle se quedó en Málaga y el atún, en Conil.
Amanezco con una sonrisa que se vino del último sueño que tuve.
Dos meses rodando por Australia. Nueve meses del segundo viaje sin billete de vuelta.
Sobrevive aún cierta incomodidad que revoluciona los espacios internos y externos. Así derramo el postre en el pantalón indio que la secadora ha recortado cinco centímetros de cada pierna.
Cruzamos la frontera con tremenda ilusión. Recorrimos dos mil cuatrocientos sesenta y siete kilómetros por carreteras asfaltadas en doce días. Escuchamos nueve podcasts y escribí cinco postales.
En el centro del centro. En el ombligo de los aussies. En lo sagrado de los aborígenes. Acá me encuentro soñando. Donde todo se tiñe de rojo. El andar descalzo se vuelve cotidiano. Las miradas se ciegan. Las sonrisas se esfuman.
Cuando alcanzamos el golfo de Carpentaria pudimos otear desde la orilla un mes de un futuro no muy lejano. Lo aparentemente cerca que resulta y la de vueltas que tenemos que dar hasta llega a ese anhelado destino.
En el abrazo del árbol me sorprendió un pájaro blanco y gris de cabeza regordeta. Mientras sostenía mi mirada curiosa unas de las ramas envolvió con suavidad el pie izquierdo, le siguió el derecho y ascendió hasta la rodilla derecha, donde un ligero cosquilleo me desvió la mirada.
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